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domingo, abril 19, 2009

Piedra.

Estaba sola, como siempre. Llevaba todo el día, la tarde y la noche esperándolo. Ahora lo esperaba de madrugada. Estaba tan desesperada. El teléfono no sonaba, nadie tocaba a la puerta. Estaba harta. Vino un primer cigarrillo y un segundo. El quinto y decimo sexto. Solo necesitaba sentirse un poco mejor, un poco tranquila, un poco satisfecha. No va a llegar, no llamará, no lo hará, no va a cumplir su promesa… otra vez.

Encendió un porro. Se puso a fumar hasta terminar la hierba. Y nada pasaba. No llegaba la felicidad, ni la tranquilidad, ni el. Algo tal vez un poco más fuerte. Una pastilla. Nada. No había nada, su cuerpo se había vuelto de piedra y no sentía nada. No podía sentir el aire o el humo en sus pulmones, ni el veneno en su sangre, todo permanecía igual. Se estaba volviendo loca. Una línea de coca será la solución. Tres sustancias en el cuerpo y nada. Todo seguía igual de monótono y estúpido. Y el no llamaba. Y no lo haría.

Una cerveza y otra. Y una más. Bebía una tras otra. Y nada pasaba, no tenia sueño. Nada funcionaba como debería. Todo estaba roto y desordenado. Ni siquiera nauseas. Se sentía desesperada. Sobria. Sombría. Sola. La música no se escuchaba. Todo hablaba de lo mismo, de cómo el no llegaría, no llamaría, no la amaría y se iría cuando el sol saliera.

Se encerró en su habitación, en su rincón seguro. Pero no servía, todo estaba en contra. Todo lo que necesitaba era algo de normalidad. Algo de paz. Pero no, el mundo estaba vivo y dispuesto a verla morir. Entonces eso era. Morir. Paz, silencio. Muerte sin fin. Morir y seguir muriendo hasta que renacieran en algo más, en lo que ya era. Una piedra. Pero las piedras no pueden morir.

Atascada entre no morir y no vivir. En la inmortalidad de su vida aburrida y desesperante. Encerrada en la burbuja del vicio de continuar con la tortura de todos los días sin sentido. Perdida en el camino que lleva a ningún lado. En los problemas de un mundo que no era el suyo. En las mañanas mudas, las tardes ciegas y las noches sordas. Privada de sentidos y llena de emociones que no podía comprender.

Entonces toma su abrigo y sale a la calle. Camina unas cuantas cuadras y se para en una esquina. Empieza a pedir un aventón. Le preguntan a donde va y les responde “a tu casa”. La han bajado del carro unas 15 veces, gritándole “estás loca”. Cada vez camina más y la rechazan más. Y cada vez está más lejos de casa. Cada vez se siente menos piedra. Más humano. Más insegura. Más temerosa. Corre a casa. Vuélvese piedra. De nuevo.

Será la primera piedra que sangre, que muera. Está decidido. Y muere. Suena el teléfono.